Luciano Roman – La Nación 10 de Enero de 2020
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Crédito: Alfredo Sabat |
¿Quiénes son los líderes de las nuevas generaciones argentinas? ¿En
quiénes confían? ¿Quiénes son sus modelos? ¿Quiénes los inspiran y les marcan
el rumbo? Las respuestas quizá nos enfrenten a una de las secuelas más
dolorosas de un país fracasado. Los jóvenes que hoy tienen entre 15 y 25 años
no creen en casi nadie; solo en ellos mismos. Como toda generalización, es
objetable. Pero hay algunos síntomas que no podemos ignorar: ninguna
institución -ni la escuela, ni el gobierno, ni las iglesias, ni sus propias
familias- inspira entre los jóvenes demasiada confianza.
Hubo una generación (la del 80) que creyó en sus
ideas y en la construcción de una nación que la trascendiera. Hubo otra (la de
nuestros abuelos inmigrantes) que confió en la Argentina como tierra de
oportunidades. Después vino la generación que pudo soñar con el progreso a
partir de lo que sus padres habían construido. Eran herederos de un destino
forjado en la cultura del esfuerzo. Más tarde vino una generación (la de los
que hoy tenemos poco más o poco menos de 50) que, después de la oscuridad de la
dictadura, se aferró a la democracia. Todas -de alguna u otra manera- tenían
confianza en el futuro. ¿En qué confían nuestros hijos? Quizá sea una
generación que solo piensa en el presente, en el aquí y ahora. Quizá esa sea la
consecuencia de una época que desalienta los proyectos a largo plazo y que no
mira con optimismo el porvenir. Quizá sea el rasgo de una generación moldeada
en la fugacidad de las redes sociales y la cultura digital, donde todo es
efímero, vertiginoso y cambiante. Quizá sea el mecanismo defensivo de una
generación que no sabe cuáles serán los trabajos del futuro ni qué quedará en
pie después del vendaval de la globalización tecnológica.
Los adolescentes de hoy nacieron bajo el signo de
la frustración argentina. Escuchan hablar desde que nacieron de un país acosado
por los fracasos y las crisis permanentes. Han visto a sus padres sufrir por la
pérdida de empleos, por la voracidad de la inflación, por los manotazos del
Estado, por la inseguridad galopante, por el derrumbe de la educación pública.
La mitad de los adolescentes de hoy está condicionada por la pobreza. La otra
mitad convive con la incertidumbre, los temores y la inestabilidad. Les cuesta
confiar en el futuro. Rechazan -con razón- la herencia recibida.
El fracaso de la Argentina tiene consecuencias aún
más profundas: ha debilitado los liderazgos sociales; ha hundido a
instituciones enteras bajo los escombros de la desconfianza. Los maestros
fueron, para generaciones anteriores, una referencia inspiradora. Representaban
un liderazgo ético, social, intelectual. Hoy representan otra cosa: un
"colectivo" desmoralizado, enredado en una constante lucha sindical,
pauperizado, agobiado por la burocratización de la enseñanza, desautorizado por
los padres, desafiado por sus propios alumnos. Allí donde había un modelo, una
referencia para los chicos y los jóvenes, hoy solo se ve una figura
desdibujada, acosada por la crisis de una escuela descuidada y degradada hasta
por sus propios actores.
La universidad también ha desertado de su rol de
institución rectora, de referencia intelectual y humanística. Ya no politizada
sino "partidizada", replegada hacia una suerte de pensamiento único y
convertida en una estructura que administra "cajas", negocios y
privilegios como si fuera una gigantesca red de "toma y daca", ya no
inspira el respeto ni la confianza que le tenían generaciones anteriores. Su
deterioro académico, la obsolescencia de sus contenidos curriculares y el
atraso en el que ha quedado postergada frente a las transformaciones globales
hacen que la universidad pública tampoco represente, para las nuevas
generaciones, el pasaporte al progreso laboral y social que representó para sus
padres y abuelos.
El fracaso argentino -sin embargo- se ha metido en
todos lados: en las empresas, en los sindicatos, en las iglesias, en el deporte
y en los ámbitos académicos, científicos y culturales. Por supuesto, también en
la Justicia y en los partidos políticos. En todas esas estructuras ya es muy
difícil encontrar grandes maestros, referentes inspiradores o líderes
virtuosos, que no es lo mismo que "capos", jefes ni "dueños de
la pelota". No es un fenómeno exclusivo de la Argentina, pero acá tiene,
quizá, una mayor profundidad por los niveles que ha alcanzado el deterioro
ético al compás de las debacles económicas.
Han casi desaparecido las "escuelas
formadoras", si se quiere inorgánicas, que funcionaban en la política, en
los talleres y laboratorios, en el Estado, en las redacciones, en los
sindicatos o las cooperativas, en muchos clubes, sociedades de fomento y
universidades populares. En todos esos ámbitos había maestros con mayúsculas,
había mentores y padrinos que les daban la mano a los más jóvenes y los guiaban
en el comienzo de sus carreras. Hoy puede haber -y de hecho hay- grandes
talentos individuales. Pero son liderazgos más atomizados, incluso más
dispersos. Ya no definen a las instituciones medulares del país, donde se ha
perdido la noción de "escuela". Como consecuencia de una sociedad más
fragmentada y desigual, el acceso a esos liderazgos -inclusive- se ha tornado
un privilegio para algunos (los que pueden estudiar en escuelas o universidades
de excelencia), pero no para todos, como ocurría en una Argentina más
homogénea, estructurada sobre la base de un sistema de educación pública de
altísima calidad.
La pérdida de liderazgos formadores no solo tiene
que ver con las crisis económicas y de valores que han carcomido al país;
también con las profundas transformaciones que ha impuesto la revolución
tecnológica, con las nuevas dinámicas del mercado laboral y con reformas
culturales que han puesto en tela de juicio roles y jerarquías en el complejo
entramado social, con un sano cuestionamiento -inclusive- al verticalismo y a
los excesos de paternalismo. En muchos ámbitos, además, se ha perdido o
debilitado el sentido de pertenencia; algo que también atenta contra los
liderazgos virtuosos y las "escuelas formadoras" en las que se
apuntalaba a los jóvenes.
El gran capital de ese liderazgo formativo e
inspirador era algo que se llama prestigio. Pero no eran solo prestigios
individuales, aunque se nutría por supuesto de ellos, sino una suerte de
"prestigio institucional". La docencia tenía prestigio; la política
(aunque cueste creerlo) tuvo prestigio; el empresariado lo tuvo; el trabajo
tenía prestigio. Había algo más: una alianza tácita entre los adultos, que
naturalmente conducía a que esos liderazgos fueran reconocidos. Todo eso tejía
una trama de confianzas sociales que hacía que, aun desde su rebeldía natural,
los más jóvenes aceptaran y se enriquecieran con esos liderazgos que los
ayudaban a forjar su futuro.
Los jóvenes ahora hablan de combatir las
"sociedades adultocéntricas". Es una forma de decir: "déjennos a
nosotros; nos arreglamos solos y haremos mejor las cosas". Tienen las
redes sociales; tienen el argumento de una herencia de fracaso; tienen
confianza en ellos mismos. Se han convertido en una generación
"autoliderada", con banderas propias como la del ecologismo.
¿Tendremos que dejarlos solos y desearles suerte? ¿Eso no implicaría renunciar
a nuestra responsabilidad generacional? ¿Qué valores debemos transmitirles?
Quizá haga falta propiciar nuevos acuerdos y consensos entre adultos. Quizá
deberíamos apostar, sin resignarnos, a recrear "liderazgos
institucionales" que, a través de nuevos formatos y hasta con nuevos
lenguajes, guíen e inspiren a los más jóvenes en un diálogo interactivo con
ellos. Habrá que hacerlo, seguramente, sin paternalismo autoritario, pero
también sin miedo a ejercer el liderazgo y la autoridad. Quizá debamos tomarlo
como el gran desafío de nuestra generación.
Periodista y abogado
Por: Luciano Román
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